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martes, 18 de septiembre de 2012

Partir.


Poco a poco fue remitiendo el temporal de agua y viento que castigaba la comarca desde hacía varios días. Cuando por fin cesó la lluvia pudieron verse los devastadores efectos causados en las cosechas. Campos anegados y árboles derribados hablaban de la violencia con las que la madre Naturaleza se había empleado para destruir en unos días el resultado del trabajo de todo un año. Aquellas gentes no comprendían el porqué de lo sucedido. Unos creían que era un castigo divino. Otros hablaban de mala fortuna. Tan solo unos pocos admitían que era un fenómeno natural que nada tenía que ver con Dios ni con la suerte. La inmisericorde realidad era que ese invierno sería duro, muy duro y que el hambre llamaría a la puerta de muchos de ellos.

Daniel no tuvo duda. Ya había tomado esa misma decisión dos años antes en medio de una pertinaz sequía que diezmó su ganado, aunque finalmente se arrepintió. Ahora era distinto, esta vez no tenía la menor intención de volverse atrás.

Un mes después, desde el interior del vagón, dirigió su mirada con tristeza hacia lo que hasta ahora había sido su casa, sus campos y sus animales. Ese lugar que contenía todas sus vivencias y donde también dejaba su corazón. Para no sufrir más cerró la cortinilla de la ventana y se recostó en el asiento. Desde su cómoda posición oyó los chorros de vapor expulsados por la máquina y el largo pitido con el que el maquinista avisaba que el tren partía rumbo a un nuevo y desconocido destino donde empezar una nueva vida.
Cerró los ojos y el sueño fue apoderándose de él, aunque antes de dormirse completamente creyó oír una extraña voz femenina que decía:

“Señores pasajeros, por favor, abróchense los cinturones de seguridad y pongan el respaldo de sus asientos en posición vertical. Despegaremos en unos minutos. Gracias.”