Después de recorrer casi todos los puentes del Sena sin
conseguir el encuadre buscado, se dispuso a volver a la buhardilla, aunque en
ella posiblemente haría más frío que en la misma calle.
Lo suyo no eran los espacios abiertos y la frustración se
reflejaba en su rostro. Se dedicaría a los carteles y retratos. Estos llenarían el vacío del paisaje, la absenta o el coñac el
frío de su alma y el de la habitación.
Al cruzar el Pont du Carrousel su mirada se dirigió
hacia Les Îles. En ese preciso momento un rayo de sol se abrió camino entre el
hueco abierto en las espesas nubes. Por un momento una visión sublime cruzó
ante sus ojos y el cuadro se materializó frente a él. Era una imagen luminosa,
fresca, hermosa y vivaz.
Los trazos se sucedieron a ritmo vertiginoso en un frenético
intento de capturar el momento.
De nuevo las nubes se cerraron como inmensos portalones
negros engullendo la luz y sumiendo la imagen en una penumbra grisácea y
mortecina.
Nunca más lo intentó.
A partir de entonces
no salió de los cabarets y de la penumbra de los bares más sórdidos de un París
para el que no había nacido.
Cien años después admiramos su magistral destreza para captar el movimiento.